El cese abrupto de los martillazos me devolvió a la realidad.
Miré la hora. Mediodía. Sólo entonces fui consciente del montón de horas
que llevaba revolviendo papeles sin la más remota
idea de qué demonios tendría que hacer con ellos. Me levanté
del suelo con esfuerzo, noté las articulaciones entumecidas.
Mientras me sacudía el polvo de las manos, me alcé de puntillas
y miré por el estrecho ventanuco cercano al techo. Como único
paisaje contemplé una obra momentáneamente parada y las botas recias de
un puñado de trabajadores que trajinaban sus almuerzos entre pilas de
tablones de madera. Noté un pinchazo en
el estómago: una mezcla de flojedad, desconcierto y hambre.
Había llegado a California la noche anterior después de tres
aviones y mil horas de vuelo. Tras recoger el equipaje y después
de unos instantes de desorientación, localicé un pequeño cartel.
Con mi nombre escrito en el trazo grueso de un rotulador azul,
sostenido por una mujer robusta de mirada ausente y edad imprecisa.
Treinta y cinco, treinta y siete años, cercana a los cuarenta quizá. Un
vestido color vainilla y el pelo lacio cortado a la altura de la
mandíbula configuraban su porte. Me acerqué hasta ella pero, ni siquiera
cuando me tuvo delante, pareció percatarse
de mi presencia.
-Soy Blanca Perea, creo que me está buscando.
Me equivoqué, no me buscaba. Ni a mí, ni a nadie. Simplemente se
mantenía estática, abstraída entre la masa en movimiento, ajena al
bullir agitado de la terminal.
-Blanca Perea- insistí. -La profesora Blanca Perea, de España.
Reaccionó por fin cerrando y abriendo los ojos con fuerza,
como si acabara de regresar precipitadamente desde un viaje astral. Me tendió entonces la mano y la agitó con una sacudida
abrupta; después, sin mediar palabra, echó a andar sin esperarme
mientras yo me esforzaba para seguirla haciendo equilibrios entre dos maletas, un gran bolsón y mi ordenador portátil colgado
del hombro.
En el aparcamiento nos esperaba un todoterreno blanco.
Atravesado en diagonal, invadía sin pudor dos plazas contiguas.
Jesus Loves You rezaba una pegatina en el cristal trasero. Con un
potente acelerón impropio de la recatada estampa de la conductora, nos adentramos en la noche húmeda de la bahía de San
Francisco. Destino: Santa Cecilia.
Conducía concentrada, pegada al volante. Apenas hablamos
durante el trayecto, tan sólo respondió a mis preguntas con monosílabos y
unas brevísimas porciones de información. Aun así,
averigüé algunas cosas. Que se llamaba Fanny Stern, por ejemplo. Que
trabajaba para la universidad y que su objetivo inmediato era
depositarme en el apartamento que, junto con un sueldo sin excesos,
formaba parte de la beca que finalmente me había
sido concedida. Seguía conociendo tan sólo por encima las obligaciones
de mi cometido: la precipitación de mi marcha me impidió dedicarme con
detenimiento a averiguar más datos. No
me preocupaba demasiado, ya habría tiempo para ello. Anticipaba en
cualquier caso que mi trabajo no iba a ser ni estimulante
ni enriquecedor pero, de momento, me bastaba con haber logrado gracias a
él escapar de mi realidad con la prisa del alma que
lleva el diablo.
A pesar de la falta de sueño acumulada, el despertador me
sorprendió a las siete de la mañana moderadamente despejada y
lúcida. Me levanté y salté a la ducha de inmediato, sin dar oportunidad a
que la fresca consciencia tempranera echara la vista
atrás para revisitar el camino oscuro de los días previos. Con la
luz del sol corroboré lo que había intuido la noche anterior:
aquel apartamento destinado a profesores visitantes, sin tener
nada de especial, resultaría un refugio adecuado. Una sala de
estar pequeña con una cocina básica integrada al fondo. Un dormitorio,
un cuarto de baño escueto. Paredes vacías, muebles escasos y neutros. Un
cobijo anónimo pero decente. Habitable.
Aceptable.
Callejeé en busca de un sitio donde desayunar mientras absorbía al ritmo de mis pasos lo que Santa Cecilia me desplegaba
ante los ojos. En el apartamento había encontrado una carpeta a
mi nombre con la información necesaria para empezar a ubicarme: un plano, un folleto informativo, un cuaderno en blanco
con el escudo de la universidad. Nada más, para qué.
Ni rastro hallé del escenario californiano al que las series televisivas y el imaginario colectivo nos tienen acostumbrados. Ni
costa, ni palmeras cimbreantes ni mansiones con diez cuartos de
baño. La California hiperpróspera, paraíso de la tecnología, el
inconformismo y el espectáculo, habría de buscarla por otro
lado.
Me senté por fin con apetito de lobo en una terraza madrugadora y, a la
vez que devoraba un muffin de arándanos y bebía un
café con mucha agua y escasa sustancia, contemplé detenidamente el
escenario. Una gran plaza cuajada de árboles y rodeada de construcciones
remodeladas con apariencia de adobe que
transmitían el aroma de un pasado a mitad de camino entre lo
americano y lo mexicano con un leve poso de algo remotamente
español. Una oficina del First National Bank, una tienda de
souvenirs, la imprescindible Post Office y una farmacia CVS se
alineaban con gracia entremezclando a los primeros clientes con
maceteros llenos de flores en las puertas.
Llegar al Guevara Hall fue mi siguiente objetivo. En él encontraría el departamento de Lenguas Modernas: el nido que, para
bien o para mal, habría de acogerme durante un número todavía
impreciso de meses venideros. Si éstos resultarían ser un bálsamo
eficaz o una simple tirita para mis magulladuras, aún estaba por
ver. Pero no quise arrinconarme otra vez bajo sombras negras,
más me valía mantener la atención alerta para no perderme en
aquella especie de parque lleno de caminos entrecruzados en el
que montones de estudiantes se desplazaban ya en busca de sus
aulas a pie o en bicicleta.
El ruido de la fotocopiadora con la que estaba trabajando mitigó el
sonido de mis pasos e impidió que Fanny, la primera
presencia visible, se diera cuenta de mi llegada hasta que estuve
a su lado. Sólo entonces alzó la vista y volvió a contemplarme un
par de segundos con su rostro inexpresivo; seguidamente extendió el
brazo derecho con precisión de autómata y señaló la puerta abierta de un
despacho. -Alguien la espera- anunció. Y sin
más se alejó con el mismo caminar desaborido con el que la noche
anterior avanzó frente a mí por los pasillos del aeropuerto.
Con un fugaz vistazo comprobé el letrero que figuraba en la
puerta. Rebecca Cullen, el nombre con el que concluían casi
todos los mensajes de correo electrónico que había recibido en
las jornadas anteriores a mi marcha, por fin tenía un lugar y una
presencia. Los archivadores y los expedientes convivían en su
despacho con cuadros cargados de color, fotografías familiares y un ramo
de lirios blancos. Su saludo fue un apretón de manos
afectuoso, transmitiéndome su calidez con el tacto de la piel y un
par de ojos claros que iluminaban un rostro hermoso en el que
las arrugas no eran un demérito. Un gran mechón de hebras
plateadas le caía sobre la frente. Intuí que bordeaba los sesenta y
presentí que se trataba de una de tantas secretarias imprescindibles
que, con la cuarta parte del sueldo de sus superiores, suelen
ser más competentes que ellos en inversa proporción.
-Bueno, Blanca, por fin... Ha sido toda una sorpresa saber
que tendríamos una investigadora visitante este curso, estamos
encantados...
Para mi alivio, hablamos sin problemas por mi parte. Mi inglés se había vertebrado a través de estancias juveniles en Gran
Bretaña y se había robustecido a través de años de estudio y a lo
largo de frecuentes contactos con universidades británicas. Mi
experiencia con el mundo norteamericano había sido, sin embargo, tan sólo esporádica: unos cuantos congresos, una visita a
Nueva York en familia para celebrar que mi hijo Pablo había
aprobado selectividad, una breve estancia de investigación en
Maryland. Me reconfortó por eso comprobar que podría bandearme en aquella costa oeste sin grandes trabas lingüísticas.
-Creo que ya te dije en uno de mis últimos mensajes que el
doctor Zárate está en un congreso en Filadelfia. Seré yo por eso
quien se encargue de momento de orientarte en tu trabajo.
En ausencia de Luis Zárate, el director del departamento, Rebecca Cullen me explicó a grandes rasgos lo que yo ya más o
menos sabía sobre mi labor: una tarea subvencionada por una
entidad privada de reciente creación, la Fundación de Acción
Científica para Manuscritos Académicos Filológicos- FACMAF-, cuyo objetivo consistía en la clasificación del legado de
un antiguo miembro del claustro fallecido décadas atrás.
-Se llamaba Andrés Fontana y, como creo que sabes, era español. Vivió en
Santa Cecilia hasta su muerte en 1969 y fue
alguien muy querido, pero ya sabes lo que suele pasar: al no tener
familia en este país, nadie reclamó sus cosas y, a la espera de
que alguien decidiera por fin qué hacer, aquí ha seguido todo a
lo largo de los años, amontonado en un sótano.
-¿Nada se ha movido desde entonces?
-Nada, hasta que la FACMAF, esta nueva fundación, por
fin ha dotado una beca para realizar ese trabajo. Si te soy sincera
-añadió con tono cómplice- creo que resulta un poco vergonzoso que se hayan dejado pasar tres décadas, pero ya sabes cómo
son las cosas: todo el mundo anda siempre ocupado, el profesorado va y viene, y de la gente que conoció y estimó en su día a
Andrés Fontana, apenas queda nadie en la casa excepto algunos
veteranos como yo.
Me esforcé por no dejarla entrever que, si a sus propios compañeros les interesaba poco aquel expatriado caído en el olvido,
muchísimo menos me interesaba a mí.
-Y ahora si te parece -continuó volviendo a los asuntos
prácticos- voy a enseñarte primero tu despacho y después el
almacén donde se encuentra tu material. Tendrás que disculparnos, la noticia de tu llegada ha sido un tanto precipitada y no
hemos tenido posibilidad de encontrarte una ubicación mejor.
Tampoco se me pasó por la cabeza aclararle a qué se debía mi
prisa por instalarme allí cuanto antes o la razón de mi urgencia
por agarrarme como a un clavo ardiendo a aquella modesta beca
tan alejada de mis intereses. Como estrategia de disimulo, fingí
buscar en el bolso un pañuelo de papel para sonarme la nariz a
la espera de que Rebecca Cullen cambiara de tema: a que pasara
a otro asunto y no indagara más en por qué una profesora española con su carrera profesional más que consolidada, con buen
currículum, buen sueldo, familia y contactos, había decidido
llenar precipitadamente un par de maletas y trasladarse en cuatro días a la otra esquina del mundo como quien huye de la
peste.
Mi nuevo despacho resultó ser un espacio alejado y sobrante
con pocos metros, cero comodidades y una única ventana -estrecha, lateral y no demasiado limpia- asomada al campus. Su
raquítico equipamiento consistía en una mesa de trabajo con un
viejo ordenador y un teléfono de peso contundente sostenido
sobre dos recias guías de teléfono atrasadas. Residuos de otros
tiempos y otras manos, excedentes decrépitos que ya nadie quería. Nos entenderíamos bien, pensé. Al fin y al cabo, en nuestra
situación de bienes amortizados, andábamos en líneas paralelas.
-Es importante que sepas también dónde encontrar a Fanny
Stern, ella se encargará de ayudarte en las necesidades de material que puedas tener- anunció entonces Rebecca mientras me
cedía el paso hacia el recodo que cobijaba su oficina.
Al asomarme a ella me invadió un sentimiento confuso, a
caballo entre la ternura y la risa. Ni un palmo de espacio estaba
desperdiciado en las paredes: carteles, calendarios y parafernalia
diversa desbordada de puestas de sol entre cotas nevadas y mensajes
optimistas con el sabor dulzón de la mermelada: Tú puedes, no decaigas,
El sol brillará después de la tormenta, Siempre
hay una mano amiga cerca de ti... En mitad de la estancia Fanny,
beatífica y ausente, despachaba a dos carrillos una tableta de
chocolate blanco con la glotonería de un niño de cinco años.
Sólo que ella multiplicaba más o menos por ocho aquella edad.
Antes de que lograra tragar para poder saludarnos, Rebecca se
dirigió a ella y se situó a su espalda. Agarrándola por los hom-
bros, le dio un cariñoso achuchón.
-Fanny, ya conoces a la doctora Perea, nuestra investigadora
visitante y ya sabes dónde hemos ubicado su despacho, ¿verdad?
Recuerda que tienes que ayudarla en todo lo que ella te pida, ¿de
acuerdo?
-De acuerdo, señora Cullen- respondió con la boca llena.
Para enfatizar su buena disposición, acompañó sus palabras con
unos cuantos movimientos de cabeza llenos de brío.
-Fanny es muy dispuesta y trabajadora, y su madre fue durante décadas una persona muy importante en esta universidad
también, ¿sabes, Blanca?- Rebecca hablaba con lentitud, como
eligiendo cuidadosamente las palabras necesarias. -Darla Stern
trabajó muchos años aquí, durante un tiempo fue la encargada
del puesto que después ocupé yo. ¿Cómo está tu madre, Fanny?- preguntó dirigiéndose de nuevo a ella.
-Mamá está muy bien, señora Cullen, gracias- replicó
asintiendo otra vez mientras tragaba.
-Salúdala de mi parte. Y ahora nos vamos, tengo que ense-
ñar a la doctora Perea el almacén- concluyó.
La dejamos clavando de nuevo los dientes en el chocolate,
rodeada de sus beatíficas estampas y quizá de algún diablo agazapado en el fondo de un cajón.
-Antes de jubilarse en la oficina del decano hace ya unos
cuantos años, su madre se encargó de que Fanny se quedara en el
departamento como herencia - me aclaró Rebecca sin aparente
ironía. -No tiene asignados grandes cometidos porque sus capacidades,
como habrás visto, son un poquito limitadas. Pero
tiene las responsabilidades bien definidas y se maneja razonablemente
bien: reparte el correo, se encarga de las fotocopias, organiza el
material y hace pequeños recados. Es como una niña
grande, una parte esencial de esta casa. Cuenta con ella cada vez
que la necesites.
Un laberinto de pasillos y escaleras nos llevó hasta un remoto
tramo del sótano. Rebecca, delante, se movía con la familiaridad
de quien lleva décadas pisando las mismas baldosas. Yo, detrás,
intentaba inútilmente retener en la memoria los giros y las esquinas,
anticipando las muchas veces que habría de perderme antes de dominar
aquellos vericuetos. Al ritmo de sus pasos, me fue
desgranando algunos detalles sobre la universidad. Catorce mil y
pico estudiantes, dijo, casi todos procedentes de fuera de la propia
Santa Cecilia. Inicialmente fue un college que con los años
había evolucionado hasta su actual estatus de una pequeña universidad
con prestigio bien consolidado, la institución que más
puestos de trabajo y mayor rendimiento económico generaba
para la comunidad.
Hasta que llegamos a un pasillo estrecho flanqueado por
puertas metálicas.
-Y éste, querida Blanca, es tu almacén- me anunció mientras giraba con esfuerzo una llave en la cerradura de una de ellas.
Accionó después varios interruptores y los tubos fluorescentes
del techo nos deslumbraron con parpadeos vacilantes.
Ante nosotras se configuró una estancia estrecha y alargada
como un vagón de tren. A la vista quedaron paredes revestidas
de cemento sin enlucir, llenas de estanterías industriales cargadas con
todo un depósito de restos del desahucio y el olvido. A
través de dos ventanas horizontales situadas a una altura considerable
se colaba algo de luz natural y se filtraba el sonido de los
martillazos de una obra cercana. A primera vista parecía un espacio
rectangular; sin embargo, tras adentrarse unos pasos, Rebecca me hizo
ver que la forma y tamaño aparentes eran un
tanto engañosos. En el fondo, a la izquierda, el almacén se doblaba
formando una ele que se desplegaba en otra estancia añadida.
-Et voilá- anunció activando un nuevo interruptor. -El
legado del profesor Fontana.
Me invadió una sensación de desánimo tan densa que a punto estuve de rogarle que no me dejara allí. Que me llevara consi-
go, que me acogiera en cualquier rincón de su despacho hospitalario y humano, donde su serena cercanía mitigara mi desazón.
Quizá consciente de mis mudos pensamientos, intentó infundirme un poco de optimismo.
-Imponente, ¿verdad? Pero seguro que te haces con ello en
unos cuantos días, ya verás...
En mi ansia por huir de mis demonios domésticos, había
imaginado que un cambio radical de trabajo y geografía sería
como una tabla de salvación en la deriva de mis sentimientos.
Pero al ver aquel desbarajuste de cajas y archivadores amontonados, de
carpetas desparramadas por el suelo y materiales apilados
unos encima de otros sin atisbo de concierto, intuí que me había
equivocado. Jamás se me había pasado por la imaginación que
poner orden a los polvorientos bártulos de un profesor muerto
sería el flotador al que acabara por aferrarme en mitad de la tempestad.
Pero ya no había vuelta atrás. Demasiado tarde, demasiados
puentes volados. Y allí estaba yo tras la marcha de Rebecca, encerrada
en un sótano en un pueblo perdido de la costa más remota de un país
ajeno, mientras a miles de kilómetros mis hijos
se adentraban solos en los primeros tramos de sus vidas adultas y
el que hasta entones había sido mi marido se disponía a revivir la
apasionante aventura de la paternidad con una abogada rubia
quince años más joven que yo.
Me apoyé contra la pared y me tapé la cara con las manos.
Todo parecía ir a peor y las fuerzas para soportarlo se me estaban
agotando. Nada se enderezaba, nada avanzaba. Ni siquiera la inmensidad de la distancia había logrado aportarme un resquicio
de optimismo, todo mostraba una tendencia obstinada a volvérseme en contra. Aunque me había prometido a mí misma que
iba a ser fuerte, que iba a aguantar con coraje y a no claudicar, en
la boca comencé a notar el sabor salado y turbio de la saliva que
antecede al llanto.
Con todo, logré contenerme. Logré serenarme y, con ello, frenar la
amenaza de sucumbir. Inconscientemente, antes de saltar al vacío, algún
mecanismo ajeno a mi voluntad me hizo dar
un triple salto mortal en el tiempo y, en el momento en que el
hundimiento parecía inevitable, la memoria me transportó en
volandas a una etapa lejana del ayer.
Allí estaba yo, con la misma melena castaña, el mismo cuerpo
escaso de kilos y dos docenas de años menos, enfrentada a la
adversidad de unas circunstancias que, a pesar de su dureza, no
me lograron abatir. Me rozaron y me hirieron, pero no me tumbaron. Una
prometedora carrera universitaria truncada en su
cuarto curso por un embarazo inesperado, unos padres intolerantes que no
supieron encajar el golpe, una triste boda de emergencia. Un opositor
inmaduro por marido. Un apartamento helador y subterráneo por hogar. Un
bebé escuchimizado que
lloraba sin consuelo y toda la incertidumbre del mundo ante mí.
Tiempos de bocadillos de caballa, tabaco negro y agua del grifo.
Clases particulares mal pagadas y traducciones sobre la mesa de
la cocina aliñadas con más imaginación que rigor, días de poco
sueño y muchas prisas, de carencias, inquietud y desubicación.
Ni cuenta en el banco siquiera tenía: en mi haber sólo contaba
con la fuerza inconsciente que me proporcionaba el tener veintiún años,
un hijo recién nacido y la cercanía de quien creía que
iba a ser para siempre el hombre de mi vida.
Y, de repente, todo se había vuelto del revés. Ahora estaba sola
y ya no tenía que bregar para sacar adelante a aquel niño flaquito
y llorón, ni a su hermano que vino al mundo apenas año y medio después.
Ya no tenía que pelear para que ese matrimonio
joven y precipitado funcionara, para ayudar a mi marido en sus
aspiraciones profesionales, para conseguir terminar la carrera
estudiando en la madrugada con apuntes prestados y una estufa a
los pies. Para poder costear canguros, guarderías, papillas de cereales y
un Renault 5 de tercera mano, para mudarnos a un piso alquilado con
calefacción central y un par de balcones. Para demostrar al mundo que mi
existencia no era un fracaso. Todo eso
había quedado atrás y en aquel nuevo capítulo ya sólo quedaba
yo.
Impulsada por la transfusión de lucidez de los recuerdos sobrevenidos, me retiré las manos del rostro y, mientras mis ojos se
habituaban de nuevo a la luz fría y fea del neón, me subí las
mangas de la camisa por encima de los codos.
-Torres más altas han caído- murmuré al aire.
No tenía ni idea de por dónde empezar a organizar el desastroso legado
del profesor Andrés Fontana, pero me lancé a trabajar, arremangada y
decidida, como si la vida entera se me fuera
en aquella labor.
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Según
la web oficial de María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), más de
dos millones de lectores han conocido ya al taller de costura de Sira
Quiroga, la protagonista de 'El tiempo entre costuras'. Los
derechos de la exitosa novela debut de la escritora, publicada en 2009
por Temas de Hoy (grupo Planeta), han sido vendidos para su traducción a
más de 25 lenguas y para la realización de una ambiciosa serie
producida por Antena 3. Tres años después, publica su esperado segundo
libro, Misión olvido. En esta ocasión la trama gira alrededor de una profesora
que se marcha a una universidad californiana para olvidar un fracaso
amoroso. Allí se encargará de estudiar el archivo inédito de un
prestigioso hispanista.