Un afán particular
No era el momento ni el lugar, pero vio la ocasión y eso es
algo que una mujer no desaprovecha nunca. Tan pronto
como el guardia Arnau enfiló hacia los aseos de la gasolinera,
la sargento Chamorro se dio la vuelta y, mirándome
como si quisiera fulminarme, me espetó:
-Tú te estás guardando algo.
Cuando una mujer le arroja esa sospecha a un hombre,
se trata de algo más que él y ella (Chamorro y yo, en
este caso) retándose a cuenta de algo que el varón debería
haber revelado y ha preferido ocultar. Es la oscura ciencia
acumulada por millones de mujeres desde el principio de
los tiempos, frente a la culpa no menos sombría alimentada
por millones de hombres desde más allá de lo que se
guarda memoria. Porque un hombre siempre oculta algo,
siempre lleva a cuestas algo que preferiría no haber hecho
o dicho o sido, y una mujer siempre tiene un sexto sentido
que le permite olérselo, y el descaro o la temeridad o
lo que quiera que haga falta para exigirle que lo confiese.
Porque los actos de los hombres son a veces como la espuma,
que sube y baja con la misma facilidad, y sin demasiado motivo, mientras que los actos de las mujeres, que no
por eso son menos perniciosos cuando toca, tienen que
ver con algo que llevan agarrado al vientre y de lo que no
abdican jamás, así las fusilen o las quemen en la hoguera.
Eso les permite pedir cuentas con la fiereza con que nos
las piden, y eso, que no entendemos y en el fondo le repugna
a nuestra razón práctica, nos impide a los hombres
aceptar el deber de rendírselas. No pretendo que nada de
lo dicho tenga la menor validez científica. Estoy dispuesto
a retirarlo todo, a desecharlo como una de esas generalizaciones
necias con las que tratamos de reducir, sin éxito,
nuestra perplejidad ante nuestro propio comportamiento
y el de nuestros semejantes. Pero a mí me ayuda a comprender
por qué, aunque sabía que ella sabía y que aquello
no iba a mejorar las cosas, decidí escurrir el bulto y responderle:
-Perdona, no sé de qué me estás hablando.
Chamorro, frente a otras con las que había tenido que
relacionarme, era una mujer templada y serena. No había
alzado la voz antes, ni la elevó lo más mínimo para hacerme
notar su decepción:
-Rubén, no me chupo el dedo. Y te conozco como si
te hubiera parido. Hay algo que no me has contado y que
sabes que deberías contarme. Puedes ocultárselo a él,
pero a mí no. No te lo consiento.
Andábamos juntos desde hacía casi quince años. La
apreciaba, como persona y como profesional. Y, además,
iba a necesitarla en los días venideros. Tenía, pues, unas
cuantas razones para dar mi brazo a torcer. Pero no lo
hice. En vez de eso, y abandonando la estrategia inútil de
hacerme el idiota, sostuve su mirada y me planté ante ella.
-Lo que hay y me guardo es cosa mía y si me lo reservo es porque creo que puedo hacerlo -le expliqué-.
Puede ser relevante, y puede que no lo sea. No tengo por
qué contártelo, ni a ti ni a nadie, si no es imprescindible. Y
muy bien podría no tener que contarlo nunca. No lo sé y,
mientras no lo sepa, mi deber es guardar discreción.
Una mueca escéptica se adueñó de su semblante.
-¿Tu deber? ¿Estás seguro?
-Mi deber, sí. Hay ocasiones en que uno tiene varios
al mismo tiempo. Y cuando uno se ve en una de ésas, lo
que le corresponde es intentar cumplir con todos, aunque
parezca imposible.
-No sólo lo parece. Es imposible.
-Veremos.
Su gesto se aflojó levemente.
-Estoy enfadada, como te puedes imaginar, pero, más
todavía de lo que me enfada, me duele tu desconfianza.
No la merezco.
-En eso tienes razón. No la mereces. Lo que te prometo
es que no dejarás de saberlo, si es que llega a hacer
falta que lo sepas.
Volvió a endurecer la expresión.
-No esperes una medalla. Entonces no tendrá ningún
mérito.
En eso, regresó Arnau. Venía sacudiéndose las manos.
-No funciona la máquina secadora.
Reparó en nuestro silencio, y en la tensión inusual que
se palpaba entre ambos. Con la ingenuidad de la juventud,
preguntó:
-¿Pasa algo?
Chamorro se levantó y se encaminó hacia la salida.
-No, no pasa nada -dijo, sin volverse.
Me quedé pensando, acaso arrepintiéndome, mientras la veía irse. Aunque ella llevaba las llaves del coche,
no me di prisa, porque sabía que nos esperaría lo que fuese
necesario. Para Chamorro el deber, incluido el más fastidioso,
no tenía nada de opcional. Saqué la cartera y pedí
la cuenta. Un billete de cinco cubrió los tres cafés y una
propina mínima. Cuando eché a andar, Arnau repitió su
pregunta:
-¿Qué pasa?
Lo miré como se mira a los niños cuando, por descuido
o por alguna desafortunada coincidencia, llegan a enterarse
de que los padres están discutiendo. No me esforcé
en reaccionar de manera diferente a la que dicta la
convención en esa desairada coyuntura doméstica.
-Nada -dije-. No pasa nada. Vamos.
Pero claro que pasaba, y ni al joven Arnau, ni a la conductora
de ceño fruncido que nos esperaba al volante del
coche, ni a mí, que trataba contra toda evidencia y contra
toda lógica de obligarme a creer que aquél podía ser un
trabajo como cualquier otro, se nos escapaba que un ambiente
así no era el más propicio para hacer lo que teníamos
que hacer. Si yo no hubiera sido yo, tal vez habría buscado
un atajo para restablecer la armonía, quizá incluso
renunciando a mis posiciones anteriores, pero me faltaban
menos de dos años para cumplir los cincuenta y llevaba
ya veinte investigando homicidios. Era un viejo zorro, y
los viejos zorros saben esperar a que escampe. Incluso
cuando en el cielo los nubarrones se vuelven cada vez más
negros.
Por aquellos días, y después de una temporada en la
que me había dejado arrastrar varias veces a una desazón
peligrosamente colindante con la tentación de pedir la
baja en el Cuerpo, atravesaba por un periodo de llamémosle resignación filosófica. Mi hijo había empezado la
universidad, lo que me hacía vislumbrar una posibilidad
de que algún día fuera independiente (incierta, con un
paro juvenil del 50 por ciento, pero mi chico era listo y esperaba
que se colase en el otro 50). Después de haber soportado
no pocas estrecheces económicas, tras el tsunami
de un divorcio con el desahucio de rigor, y sin más recursos
para afrontarlo que un modesto sueldo de funcionario,
me faltaba poco para terminar de pagar la hipoteca de
mi piso. En un país con cinco millones de desempleados, y
otros tantos uncidos a un empleo precario, a un salario
miserable o a las dos cosas a la vez, no dejaba de ser un privilegio
disfrutar de una pobreza moderada y garantizada
por los impuestos de todos los ciudadanos. Y en aquel trabajo,
a fin de cuentas, no me quedaba mucho que demostrar:
ya sabía lo que daba de mí, para bien o para mal, y los
demás también lo sabían. No tenía grandes ambiciones, ni
esperaba más ascensos que los que me tocaran por antigüedad.
Procuraba hacer mi tarea lo mejor que sabía, distraerme
con ella cuando era factible y no tomármelo demasiado
a pecho cuando algún asunto venía de través o
terminaba de mala manera. Tal vez habría sido mayor mi
filosófica conformidad si hubiera encontrado a alguna
mujer caritativa que me soportara regularmente y me ayudara
a atenuar la pendiente de la existencia, pero eso también
habría podido servir para todo lo contrario, y tampoco
dejaba de recibir, con razonable irregularidad, el regalo
de la compañía femenina.
No era mucho, pero era consistente. A partir de cierto
momento, se trata de eso, más que nada. He tenido, por
una variedad de circunstancias, la oportunidad de conocer
a personas que con una edad descubren de pronto que no tienen donde apoyarse y empiezan a perder pie,
para no dejar ya de perderlo hasta desembocar en el desastre.
Por eso he aprendido a ser agradecido con lo que
tengo, y a no llorar por lo que pudo haber sido y no fue.
En lugar de iluminar a mis semejantes con el faro de mi
sabiduría, he acabado usando mi pobre linterna para deshacer
las sombras que llevan a algunos a creerse autorizados
a disponer de la vida de otros. No es la más envidiable
ocupación en la que puede uno consumir sus días, pero,
con la perspectiva que me da el tiempo, veo que el itinerario
podría haber sido bastante peor.
Aquel día, en particular, había comenzado con los mejores
auspicios. Acabábamos de cerrar un par de casos y
podíamos dedicar todo el tiempo a repensar con tranquilidad
alguno de esos otros que teníamos en punto muerto
desde hacía meses, una labor relajada que cuando daba
algún fruto tenía el sabor reconfortante de lo inesperado.
Además, aquel otoño estaba siendo de lomás benigno, una
sucesión de días tibios y soleados a los que daba gusto asomarse.
Para redondearlo todo, se me había dado bien
la combinación de metro y había fichado antes de la hora.
Y hasta ahí llegaron las buenas noticias.
La mala, la que nos iba a poner en camino una vez
más, me la dio Chamorro, que estaba ya en la oficina, a
guisa de saludo:
-Han matado a un subteniente en la reserva. En Logroño.
-¿Cómo?
Tenía una razón para el asombro. Hacía mucho tiempo
que los habituales asesinos de subtenientes en la reserva
no actuaban. Los rumores, y también la información
que manejaban nuestros compañeros dedicados a combatir a aquella gente, con quienes compartíamos edificio,
apuntaban de hecho al inminente abandono de la lucha
armada por parte de los cuatro gatos que seguían en condiciones
de mantenerla, tras los sucesivos descabezamientos
de la organización. Chamorro intuyó por dónde iba mi
extrañeza y se apresuró a aclarar:
-No, no parecen ellos. O eso me ha dicho Pereira,
que ha llamado preguntando por ti hace diez minutos. Te
espera en su despacho tan pronto como asomes las legañas,
lo cito literalmente.
-Joder, Vir, he llegado diez minutos antes de la hora.
-Eso explícaselo a él, yo estoy a tus órdenes.
-Detesto a la gente que se las da de puntual. Y más si
tiene chófer.
-No he oído nada.
Tres minutos después estaba en el despacho del coronel
Pereira. No se entretuvo con muchos preámbulos. Me
pidió que diera la vuelta a su mesa y me señaló con el dedo
el monitor que había sobre ella.
-Acaban de pasármela. Juzga por ti mismo.
Una fotografía así no debería poder sacársele a nadie.
La imagen me pareció atroz, sin paliativos. Haciendo un
esfuerzo, me las arreglé para dar con el único detalle que
suavizaba algo el horror: la víctima no se había orinado en
los pantalones. En un vano intento por escapar a la negrura
que se me había tragado de un bocado el corazón, me
aferré a este descubrimiento para poner en palabras una
conjetura:
-Lo colgaron después de muerto.
Lorenzo Silva, 1966 |
'La
marca del meridiano' (Planeta) se ubica en un contexto de corrupción
policial, dinero sucio y explotación. La pareja de guardias civiles
formada por el sargento Bevilacqua y la cabo Virginia Chamorro se ve
envuelta en una trama con connotaciones éticas, marcada por la actual
crisis financiera. Esta novela policiaca le valió a Lorenzo Silva el
Premio Planeta 2012, y sirve al autor para honrar en cierto modo a la
institución de la Guardia Civil, un filón aún inexplorado de historias.
Wikipedia; Web de Lorenzo Silva
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