Una mochila para el universo Elsa Punset propone 21 rutas para vivir con nuestras emociones

He pasado un fin de semana catártico ordenando mi despacho. Ha sido una experiencia intensa que he compartido con mi hija de nueve años, que ha decidido que cuando sea mayor -si cabe- tendrá una empresa de limpieza. Y yo, que soy una madre liberal, he hecho un intento discreto para guiar esta vocación súbita e inesperada: le he hablado de la posibilidad de que lleve el control de calidad en la empresa de limpieza. «¿Control de calidad es que yo iré por las casas comprobando que el trabajo está bien hecho?», me ha preguntado con entusiasmo. De momento no confíen demasiado en la solidez de sus propósitos porque todo le interesa y se apunta a un bombardeo. La semana pasada, por ejemplo, quería reemplazar a Pablo Motos como directora de El Hormiguero. «¿Cómo que ya no existirá El Hormiguero cuando yo sea mayor?», exclamó incrédula cuando le sugerí esa posibilidad. Sospecho que no me creyó del todo.

Lo de la empresa de limpieza ha sido lo que se llama, en jerga diplomática, un daño colateral, porque en realidad ese día no nos interesaba limpiar sino encontrar un documento extraviado. Para ello tuvimos que abrir viejas cajas polvorientas llenas de documentos, fotografías y ensayos universitarios tan intemporales como inú tiles. Le presenté a Alex las caras y los nombres de mis viejos amigos, las calles y las casas en las que he vivido. No estaba segura pero me gustó compartir con mi hija parcelas de mi vida que ella ni sospechaba. Nos reímos contando anécdotas y lo que antaño me había parecido tan importante ahora era liviano. Después vaciamos casi todos los recuerdos en grandes bolsas de basura y los despedimos con alegría. Es la primera vez que he logrado hacer una limpieza a fondo del pasado sin sentir nostalgia, excepto algún atisbo que surgió ante determinadas fotografías y cartas, y que logré soplar suavemente como la llama de una vela. ¿Qué ha cambiado? Creo que he sido yo. Yo he cambiado. De hecho, no creo que la Elsa de hace veinte años pudiera reconocerme hoy en día. Aquélla se enredaba en sus emociones y en las de los demás y allí pasaba mucho tiempo angustiada dando palos de ciego. Antes, cuando una emoción o una experiencia eran incómodas, me resistía y me enzarzaba tozudamente en un monólogo interminable y agotador para intentar cambiarlas o negarlas, hasta que me quedaba sin aliento y sin fuerzas. No me dejaba traspasar, no con'aba, no me dejaba llevar a mejor puerto. No aprendía de mis errores ni me los perdonaba.

Y cuando no podía más, cuando ya no cabía esperar, ponía las cartas o las fotografías en una caja como un tributo al pasado o a lo imposible. Eran un cordón umbilical que me ataba a ese pasado. Si lo piensan, era como tener un pequeño cementerio en casa.

Vivir obsesionado por el pasado o por el futuro es algo que se le da muy bien al cerebro humano adulto, experto en recordar y en prever. Sin embargo, las investigaciones revelan que vivir en el presente, aun en los actos más sencillos, como pelar una manzana o caminar, añade mucha felicidad a la vida de quienes lo intentan. Es algo que los niños, que tienen un cerebro más inmaduro, logran hacer con mayor naturalidad.

Vivir en el presente signi'ca hacer un esfuerzo de valentía para no aferrarse a un montón de vivencias y realidades tristes o caducas. Cuando uno abandona lo conocido, las pequeñas costumbres, los pensamientos de siempre, de entrada hay mucha soledad. Cuesta confiar en que llegará algo nuevo que pueda alimentarnos en cuerpo y mente. La ironía es que sólo el que desbroza y confía puede volver a encontrar. Si no cambiamos nada, nada cambia. En el siglo XX aprendimos a sobrevivir físicamente, por fuera. En este siglo, frente la avalancha de enfermedades mentales y emocionales que nos asedia, sin duda el reto será aprender los gestos y los mecanismos que consolidan nuestra supervivencia por dentro. De momento seguimos creciendo marionetas del complejo y poderoso conjunto de emociones que nos habita, nos mueve y nos arrastra hasta que las declara mos ciegas. Los ciegos somos nosotros, porque no hehemos aprendido a comprender la fuerza de sus mandatos y por tanto nos vemos desbordados tantas veces por sus dictados.

¿Cómo le explicaríamos a una criatura recién llegada a la Tierra lo que nos mueve por dentro? Imaginemos que la bandada de pájaros migratorios que se llevaron al Principito de su pequeño planeta lo hubiese dejado caer a nuestros pies... ¿Cómo le ayudaríamos? En nuestra Tierra la vida es compleja, porque en vez de con una rosa y tres volcanes tenemos que lidiar con más de seis mil millones de generadores de emociones mezcladas en todas sus combinaciones de intereses cruzados que duelen y sobrepasan. ¿Cómo podemos manejarnos con eficacia por las redes humanas para comunicarnos, para ganarnos la vida, para disfrutar del amor, para tener amigos, para encontrar un sentido a nuestras vidas? No existe un manual de consulta sencilla que nos aclare lo que nos pasa por dentro, excepto aquellos que preconizan la renuncia, la represión o la resignación.

Afortunadamente, la vida es menos complicada de lo que tememos. Podemos asomarnos a los grandes principios de navegación que conforman las bases de una especie de meteorología de las emociones.

Como las borrascas, las tormentas y los anticiclones, somos predecibles. Es fácil leernos y adivinarnos: no somos lo que decimos, somos lo que hacemos. La vida está hecha de palabras, de miradas y de pequeños gestos con los que tejemos día a día la red que nos envuelve. Basta con aprender a reconocer y a entender los mecanismos ocultos que nos mueven y los gestos y las emociones que nos delatan.

Para transformar nuestras vidas y nuestras relaciones no necesitamos tanto como creemos: en una mochila ligera cabe lo que nos ayuda a comprender y a gestionar la realidad que nos rodea. Aunque haya una cierta resistencia a reconocerlo, todos somos psicólogos en potencia, porque la vida nos dota a todos de un cerebro que alberga las intuiciones de lo que necesitamos para vivir. En la televisión, en la radio y en la prensa escrita, aprendí que se puede hablar de la vida y de las emociones que la mueven sin pretensión ni opacidad, con palabras transparentes y sencillas como barras de pan.

Con estos mimbres he recopilado esta pequeña guía, concreta y sencilla, llena de las rutas variadas que transitan por la geografía de las emociones humanas, para facilitar la comprensión de lo que nos rodea, conocer la importancia del afecto en las relaciones con los demás, descubrir que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa, encontrar formas eficaces de comunicarnos, gestionar la relación entre el cuerpo y la mente, potenciar el caudal de alegría que encerramos, organizarnos para lograr fijar y cumplir nuestras metas y ayudar al cerebro humano a contrarrestar su tendencia innata a la supervivencia miedosa y desconfiada. He querido entregar al lector una pequeña llave que potencie su capacidad para el optimismo independiente, inteligente y creativo. Ojalá desde estas páginas, con humor, amor y alegría, pueda acompañar a mis lectores en el viaje ineludible y mágico de la vida.

 

"La marca del meridiano". Fragmento de la novela policíaca de Lorenzo Silva.

Un afán particular

No era el momento ni el lugar, pero vio la ocasión y eso es algo que una mujer no desaprovecha nunca. Tan pronto como el guardia Arnau enfiló hacia los aseos de la gasolinera, la sargento Chamorro se dio la vuelta y, mirándome como si quisiera fulminarme, me espetó:

-Tú te estás guardando algo.

Cuando una mujer le arroja esa sospecha a un hombre, se trata de algo más que él y ella (Chamorro y yo, en este caso) retándose a cuenta de algo que el varón debería haber revelado y ha preferido ocultar. Es la oscura ciencia acumulada por millones de mujeres desde el principio de los tiempos, frente a la culpa no menos sombría alimentada por millones de hombres desde más allá de lo que se guarda memoria. Porque un hombre siempre oculta algo, siempre lleva a cuestas algo que preferiría no haber hecho o dicho o sido, y una mujer siempre tiene un sexto sentido que le permite olérselo, y el descaro o la temeridad o lo que quiera que haga falta para exigirle que lo confiese. Porque los actos de los hombres son a veces como la espuma, que sube y baja con la misma facilidad, y sin demasiado motivo, mientras que los actos de las mujeres, que no por eso son menos perniciosos cuando toca, tienen que ver con algo que llevan agarrado al vientre y de lo que no abdican jamás, así las fusilen o las quemen en la hoguera. Eso les permite pedir cuentas con la fiereza con que nos las piden, y eso, que no entendemos y en el fondo le repugna a nuestra razón práctica, nos impide a los hombres aceptar el deber de rendírselas. No pretendo que nada de lo dicho tenga la menor validez científica. Estoy dispuesto a retirarlo todo, a desecharlo como una de esas generalizaciones necias con las que tratamos de reducir, sin éxito, nuestra perplejidad ante nuestro propio comportamiento y el de nuestros semejantes. Pero a mí me ayuda a comprender por qué, aunque sabía que ella sabía y que aquello no iba a mejorar las cosas, decidí escurrir el bulto y responderle:

-Perdona, no sé de qué me estás hablando.

Chamorro, frente a otras con las que había tenido que relacionarme, era una mujer templada y serena. No había alzado la voz antes, ni la elevó lo más mínimo para hacerme notar su decepción:

-Rubén, no me chupo el dedo. Y te conozco como si te hubiera parido. Hay algo que no me has contado y que sabes que deberías contarme. Puedes ocultárselo a él, pero a mí no. No te lo consiento.

Andábamos juntos desde hacía casi quince años. La apreciaba, como persona y como profesional. Y, además, iba a necesitarla en los días venideros. Tenía, pues, unas cuantas razones para dar mi brazo a torcer. Pero no lo hice. En vez de eso, y abandonando la estrategia inútil de hacerme el idiota, sostuve su mirada y me planté ante ella.

-Lo que hay y me guardo es cosa mía y si me lo reservo es porque creo que puedo hacerlo -le expliqué-. Puede ser relevante, y puede que no lo sea. No tengo por qué contártelo, ni a ti ni a nadie, si no es imprescindible. Y muy bien podría no tener que contarlo nunca. No lo sé y, mientras no lo sepa, mi deber es guardar discreción.

Una mueca escéptica se adueñó de su semblante.

-¿Tu deber? ¿Estás seguro?

-Mi deber, sí. Hay ocasiones en que uno tiene varios al mismo tiempo. Y cuando uno se ve en una de ésas, lo que le corresponde es intentar cumplir con todos, aunque parezca imposible.

-No sólo lo parece. Es imposible.

-Veremos.

Su gesto se aflojó levemente.

-Estoy enfadada, como te puedes imaginar, pero, más todavía de lo que me enfada, me duele tu desconfianza. No la merezco.

-En eso tienes razón. No la mereces. Lo que te prometo es que no dejarás de saberlo, si es que llega a hacer falta que lo sepas.

Volvió a endurecer la expresión.

-No esperes una medalla. Entonces no tendrá ningún mérito.

En eso, regresó Arnau. Venía sacudiéndose las manos.

-No funciona la máquina secadora.

Reparó en nuestro silencio, y en la tensión inusual que se palpaba entre ambos. Con la ingenuidad de la juventud, preguntó:

-¿Pasa algo?

Chamorro se levantó y se encaminó hacia la salida.

-No, no pasa nada -dijo, sin volverse.

Me quedé pensando, acaso arrepintiéndome, mientras la veía irse. Aunque ella llevaba las llaves del coche, no me di prisa, porque sabía que nos esperaría lo que fuese necesario. Para Chamorro el deber, incluido el más fastidioso, no tenía nada de opcional. Saqué la cartera y pedí la cuenta. Un billete de cinco cubrió los tres cafés y una propina mínima. Cuando eché a andar, Arnau repitió su pregunta:

-¿Qué pasa?

Lo miré como se mira a los niños cuando, por descuido o por alguna desafortunada coincidencia, llegan a enterarse de que los padres están discutiendo. No me esforcé en reaccionar de manera diferente a la que dicta la convención en esa desairada coyuntura doméstica.

-Nada -dije-. No pasa nada. Vamos.

Pero claro que pasaba, y ni al joven Arnau, ni a la conductora de ceño fruncido que nos esperaba al volante del coche, ni a mí, que trataba contra toda evidencia y contra toda lógica de obligarme a creer que aquél podía ser un trabajo como cualquier otro, se nos escapaba que un ambiente así no era el más propicio para hacer lo que teníamos que hacer. Si yo no hubiera sido yo, tal vez habría buscado un atajo para restablecer la armonía, quizá incluso renunciando a mis posiciones anteriores, pero me faltaban menos de dos años para cumplir los cincuenta y llevaba ya veinte investigando homicidios. Era un viejo zorro, y los viejos zorros saben esperar a que escampe. Incluso cuando en el cielo los nubarrones se vuelven cada vez más negros.

Por aquellos días, y después de una temporada en la que me había dejado arrastrar varias veces a una desazón peligrosamente colindante con la tentación de pedir la baja en el Cuerpo, atravesaba por un periodo de llamémosle resignación filosófica. Mi hijo había empezado la universidad, lo que me hacía vislumbrar una posibilidad de que algún día fuera independiente (incierta, con un paro juvenil del 50 por ciento, pero mi chico era listo y esperaba que se colase en el otro 50). Después de haber soportado no pocas estrecheces económicas, tras el tsunami de un divorcio con el desahucio de rigor, y sin más recursos para afrontarlo que un modesto sueldo de funcionario, me faltaba poco para terminar de pagar la hipoteca de mi piso. En un país con cinco millones de desempleados, y otros tantos uncidos a un empleo precario, a un salario miserable o a las dos cosas a la vez, no dejaba de ser un privilegio disfrutar de una pobreza moderada y garantizada por los impuestos de todos los ciudadanos. Y en aquel trabajo, a fin de cuentas, no me quedaba mucho que demostrar: ya sabía lo que daba de mí, para bien o para mal, y los demás también lo sabían. No tenía grandes ambiciones, ni esperaba más ascensos que los que me tocaran por antigüedad. Procuraba hacer mi tarea lo mejor que sabía, distraerme con ella cuando era factible y no tomármelo demasiado a pecho cuando algún asunto venía de través o terminaba de mala manera. Tal vez habría sido mayor mi filosófica conformidad si hubiera encontrado a alguna mujer caritativa que me soportara regularmente y me ayudara a atenuar la pendiente de la existencia, pero eso también habría podido servir para todo lo contrario, y tampoco dejaba de recibir, con razonable irregularidad, el regalo de la compañía femenina.

No era mucho, pero era consistente. A partir de cierto momento, se trata de eso, más que nada. He tenido, por una variedad de circunstancias, la oportunidad de conocer a personas que con una edad descubren de pronto que no tienen donde apoyarse y empiezan a perder pie, para no dejar ya de perderlo hasta desembocar en el desastre. Por eso he aprendido a ser agradecido con lo que tengo, y a no llorar por lo que pudo haber sido y no fue. En lugar de iluminar a mis semejantes con el faro de mi sabiduría, he acabado usando mi pobre linterna para deshacer las sombras que llevan a algunos a creerse autorizados a disponer de la vida de otros. No es la más envidiable ocupación en la que puede uno consumir sus días, pero, con la perspectiva que me da el tiempo, veo que el itinerario podría haber sido bastante peor. Aquel día, en particular, había comenzado con los mejores auspicios. Acabábamos de cerrar un par de casos y podíamos dedicar todo el tiempo a repensar con tranquilidad alguno de esos otros que teníamos en punto muerto desde hacía meses, una labor relajada que cuando daba algún fruto tenía el sabor reconfortante de lo inesperado. Además, aquel otoño estaba siendo de lomás benigno, una sucesión de días tibios y soleados a los que daba gusto asomarse. Para redondearlo todo, se me había dado bien la combinación de metro y había fichado antes de la hora. Y hasta ahí llegaron las buenas noticias. La mala, la que nos iba a poner en camino una vez más, me la dio Chamorro, que estaba ya en la oficina, a guisa de saludo:

-Han matado a un subteniente en la reserva. En Logroño.

-¿Cómo?

Tenía una razón para el asombro. Hacía mucho tiempo que los habituales asesinos de subtenientes en la reserva no actuaban. Los rumores, y también la información que manejaban nuestros compañeros dedicados a combatir a aquella gente, con quienes compartíamos edificio, apuntaban de hecho al inminente abandono de la lucha armada por parte de los cuatro gatos que seguían en condiciones de mantenerla, tras los sucesivos descabezamientos de la organización. Chamorro intuyó por dónde iba mi extrañeza y se apresuró a aclarar:

-No, no parecen ellos. O eso me ha dicho Pereira, que ha llamado preguntando por ti hace diez minutos. Te espera en su despacho tan pronto como asomes las legañas, lo cito literalmente.

-Joder, Vir, he llegado diez minutos antes de la hora.

-Eso explícaselo a él, yo estoy a tus órdenes.

-Detesto a la gente que se las da de puntual. Y más si tiene chófer.

-No he oído nada.

Tres minutos después estaba en el despacho del coronel Pereira. No se entretuvo con muchos preámbulos. Me pidió que diera la vuelta a su mesa y me señaló con el dedo el monitor que había sobre ella.

-Acaban de pasármela. Juzga por ti mismo.

Una fotografía así no debería poder sacársele a nadie. La imagen me pareció atroz, sin paliativos. Haciendo un esfuerzo, me las arreglé para dar con el único detalle que suavizaba algo el horror: la víctima no se había orinado en los pantalones. En un vano intento por escapar a la negrura que se me había tragado de un bocado el corazón, me aferré a este descubrimiento para poner en palabras una conjetura:

-Lo colgaron después de muerto.






Lorenzo Silva, 1966
'La marca del meridiano' (Planeta) se ubica en un contexto de corrupción policial, dinero sucio y explotación. La pareja de guardias civiles formada por el sargento Bevilacqua y la cabo Virginia Chamorro se ve envuelta en una trama con connotaciones éticas, marcada por la actual crisis financiera. Esta novela policiaca le valió a Lorenzo Silva el Premio Planeta 2012, y sirve al autor para honrar en cierto modo a la institución de la Guardia Civil, un filón aún inexplorado de historias.


  

J. K. Rowling (Harry Potter) publica la primera novela para adultos .

Domingo

Barry Fairbrother no quería salir a cenar. Llevaba casi todo el fin de semana soportando un palpitante dolor de cabeza e intentando terminar a tiempo un artículo para el periódico local. Sin embargo, durante la comida su mujer había estado tensa y poco comunicativa, y Barry dedujo que con la tarjeta de felicitación de aniversario no había logrado atenuar su delito de pasarse toda la mañana encerrado en el estudio. No ayudaba el hecho de que hubiera estado escribiendo sobre Krystal, por la que Mary, aunque lo disimulara, sentía antipatía.

-Quiero llevarte a cenar fuera, Mary -mintió para rebajar la tensión-. ¡Diecinueve años, niños! Diecinueve años y vuestra madre está más guapa que nunca.

Mary se ablandó un poco y sonrió; Barry llamó por teléfono al club de golf, porque quedaba cerca y porque allí siempre conseguían mesa. Intentaba complacer a su mujer con pequeños detalles, ya que, tras casi dos décadas juntos, había comprendido que a menudo la decepcionaba en las cosas importantes. No lo hacía adrede: sencillamente tenían ideas distintas acerca de lo que debía ocupar más espacio en la vida.

Los cuatro hijos de Barry y Mary ya eran mayores y no necesitaban canguro. Estaban viendo la televisión cuando Barry se despidió de ellos por última vez, y sólo Declan, el más pequeño, se volvió para mirarlo y le dijo adiós con la mano. Barry seguía notando el palpitante dolor detrás de la oreja cuando hizo marcha atrás por el camino de la casa hacia las calles de Pagford, el precioso pueblecito donde vivían desde que se habían casado. Bajaron por Church Row, la calle de pendiente pronunciada donde se alzaban las casas más caras, dechados de lujo y solidez victorianos, doblaron la esquina al llegar a la iglesia de imitación estilo gótico donde Barry había visto a sus hijas gemelas representar el musical José el Soñador, y pasaron por la plaza principal, desde donde se podía contemplar el oscuro esqueleto de la abadía en ruinas que dominaba el horizonte del pueblo, en lo alto de una colina, fusionándose con el cielo violeta.

Mientras transitaba por aquellas calles que tan bien conocía, Barry no pensaba más que en los errores que sin duda había cometido al terminar deprisa y corriendo el artículo que acababa de enviar por correo electrónico al Yarvil and District Gazette. Pese a lo locuaz y simpático que era en persona, le costaba reflejar su encanto en el papel.

El club de golf quedaba a sólo cuatro minutos de la plaza, un poco más allá del punto donde el pueblo acababa con un último suspiro de viejas casitas dispersas. Barry aparcó el monovolumen frente al restaurante del club, el Birdie, y se quedó un momento junto al coche mientras Mary se retocaba con el pintalabios. Agradeció el aire fresco en la cara. Mientras observaba cómo la penumbra del anochecer difuminaba los contornos del campo de golf, Barry se preguntó por qué seguía siendo socio de aquel club. El golf no se le daba bien -tenía un swing irregular y un hándicap muy alto-, y había otras cosas que reclamaban su atención, muchas. Su dolor de cabeza no hacía sino empeorar.

Mary apagó la luz del espejito de cortesía y cerró la puerta del pasajero. Barry activó el cierre automático pulsando el botón de la llave que tenía en la mano. Su mujer taconeó por el asfalto, el sistema de cierre del coche emitió un pitido y Barry se preguntó si las náuseas remitirían cuando hubiera comido algo.

De pronto, un dolor de insólita intensidad le rebanó el cerebro como una bola de demolición. Apenas notó el golpe de las rodillas contra el frío asfalto; su cráneo rebosaba fuego y sangre; el dolor era insoportable, una auténtica agonía, pero no tuvo más remedio que soportarlo, pues todavía faltaba un minuto para que perdiera la conciencia.

Mary chillaba sin parar. Unos hombres que estaban en el bar acudieron corriendo. Uno de ellos volvió a toda prisa al edificio para ver si encontraba a alguno de los médicos jubilados que frecuentaban el club. Un matrimonio conocido de Barry y Mary oyó el alboroto desde el restaurante; dejaron sus entrantes y se apresuraron a salir para ver qué podían hacer. El marido llamó al servicio de emergencias por el teléfono móvil.

La ambulancia, que tuvo que desplazarse desde la ciudad vecina de Yarvil, tardó veinticinco minutos en llegar. Para cuando la luz azul intermitente alumbró la escena, Barry yacía inmóvil en el suelo, en medio de un charco de su propio vómito; Mary estaba arrodillada a su lado, con las medias desgarradas, apretándole una mano, sollozando y susurrando su nombre.

Lunes

-Agárrate fuerte -dijo Miles Mollison, de pie en la cocina de una de aquellas grandes casas de Church Row.

Había esperado hasta las seis y media de la mañana para hacer la llamada, tras pasar una mala noche llena de largos períodos de vigilia interrumpidos por algunos ratos de sueño agitado. A las cuatro de la madrugada se había percatado de que su mujer también estaba despierta y se habían quedado hablando en voz baja, a oscuras. Mientras comentaban lo que habían tenido que presenciar, intentando digerir el susto y la conmoción, Miles ya había sentido un leve cosquilleo de emoción al pensar en cómo le daría la noticia a su padre. Se había propuesto esperar hasta las siete, pero el temor de que alguien se le adelantara lo había llevado a abalanzarse sobre el teléfono un poco antes de esa hora.

-¿Qué pasa? -preguntó Howard con una voz resonante y ligeramente metálica; Miles había activado el altavoz para que su mujer pudiera oír la conversación.

La bata rosa claro realzaba el marrón caoba de la piel de Samantha; aprovechando que se había levantado temprano, se había aplicado otra capa de crema autobronceadora sobre el moreno natural, ya desvaído. En la cocina se mezclaban los olores a café instantáneo y coco sintético.

-Se ha muerto Fairbrother. Cayó redondo anoche en el club de golf. Sam y yo estábamos cenando en el Birdie.

-¡¿Fairbrother?! ¡¿Muerto?! -bramó Howard.

Su entonación daba a entender que ya contemplaba que se produjera algún cambio en las circunstancias de Barry Fairbrother, pero que ni siquiera él había previsto algo tan drástico como su muerte.

-Cayó redondo en el aparcamiento -repitió Miles.

-Cielo santo. ¿Qué edad tenía? Poco más de cuarenta, ¿no? Cielo santo.

Miles y Samantha oían respirar a Howard como un caballo exhausto. Por las mañanas siempre le faltaba un poco el aliento.

-¿Qué ha sido? ¿El corazón?

-No; creen que algo del cerebro. Acompañamos a Mary al hospital y...

Pero Howard no le prestaba atención. Miles y Samantha lo oyeron hablar lejos del auricular.

-¡Barry Fairbrother! ¡Muerto! ¡Es Miles!

Miles y Samantha bebieron a sorbos sus cafés mientras aguardaban a que volviera Howard. A Samantha se le abrió ligeramente la bata cuando se sentó a la mesa de la cocina, revelando el contorno de sus grandes pechos, que descansaban sobre los antebrazos. La presión ejercida desde abajo hacía que parecieran más turgentes que cuando colgaban libremente. En la curtida piel de la parte superior del escote podía verse un abanico de pequeñas arrugas que ya no se desvanecían cuando los pechos dejaban de estar comprimidos. En su juventud había sido una gran aficionada a los rayos uva.

-¿Qué? -dijo Howard, que volvía a estar al teléfono-. ¿Qué dices del hospital?

-Que Sam y yo fuimos al hospital en la ambulancia -contestó Miles vocalizando con claridad-. Con Mary y el cadáver.

Samantha reparó en que la segunda versión de Miles ponía énfasis en lo que podría llamarse el aspecto más comercial de la historia. Samantha no se lo reprochó. La recompensa por haber compartido aquella desagradable experiencia era el derecho a contársela a la gente. Pensó que difícilmente lo olvidaría: Mary llorando; los ojos de Barry todavía entreabiertos por encima de aquella mascarilla que parecía un bozal; Miles y ella tratando de interpretar la expresión del enfermero; el traqueteo de la abarrotada ambulancia; las ventanas oscuras; el terror.

-Santo cielo -dijo Howard por tercera vez, ignorando las preguntas que le hacía Shirley, a la que también se oía, y dedicándole a Miles toda su atención-. ¿Y dices que cayó fulminado en el aparcamiento?

-Sí -confirmó Miles-. Nada más verlo comprendí que no había nada que hacer.

Ésa fue su primera mentira, y en el momento de decirla giró ligeramente la cabeza para no mirar a su mujer. Samantha recordó cómo Miles le había puesto a Mary su gran brazo protector sobre los temblorosos hombros: «Se recuperará... se recuperará...»

«Pero, bien mirado -pensó Samantha, justificando a Miles-, ¿cómo podía uno saberlo cuando a Barry todavía estaban colocándole mascarillas y clavándole agujas?» Era evidente que estaban intentando salvarlo, y ninguno de los dos supo con certeza que no lo habían conseguido hasta que, en el hospital, una joven doctora salió para hablar con Mary. Samantha tenía grabado en la retina, con una claridad espantosa, el rostro indefenso y petrificado de Mary, y la expresión de la joven de pelo lacio con gafas y bata blanca: serena, y sin embargo un poco precavida. Era una escena muy frecuente en las series de televisión, pero cuando pasaba de verdad...

-No, qué va -iba diciendo Miles-. El jueves Gavin jugó con él al squash.

-¿Y se encontraba bien?

-Ya lo creo. Barry le dio una paliza.

-Santo cielo. Quién iba a decirlo, ¿eh? Quién iba a decirlo. Un momento, mamá quiere hablar contigo.

Se oyó un golpe sordo y un repiqueteo, y a continuación la débil voz de Shirley.

-Qué horror, Miles. ¿Estás bien?

Samantha inclinó demasiado la taza de café y el líquido se le escapó por las comisuras de la boca, resbalándole por la barbilla. Se limpió la cara y el escote con la manga. Miles había adoptado el tono que solía emplear cuando hablaba con su madre: una voz más grave de lo habitual, de «lo tengo todo controlado y no me inmuto por nada», contundente y sin rodeos. A veces, sobre todo cuando estaba borracha, Samantha imitaba las conversaciones de Miles y Shirley. «No te preocupes, mami. Tu soldadito Miles está aquí», «Eres maravilloso, cariño: tan grandote, tan valiente, tan listo». Últimamente, un par de veces Samantha había hablado así delante de otras personas, y Miles, molesto, se había puesto a la defensiva, aunque fingiera reírse. La última vez habían discutido en el coche, de regreso a casa.

-¿Y fuisteis con ella el trayecto entero hasta el hospital? -iba diciendo Shirley por el altavoz.

«No -pensó Samantha-, a mitad de camino nos hartamos y pedimos que nos dejaran bajar.»

-Era lo mínimo que podíamos hacer. Ojalá hubiéramos podido hacer algo más.

Samantha se levantó y fue hacia la tostadora.

-Estoy segura de que Mary os estará muy agradecida -dijo Shirley.

Samantha cerró de un golpe la tapa de la panera y metió bruscamente cuatro rebanadas de pan en las ranuras. La voz de Miles adoptó un tono más natural.

-Sí, bueno, cuando los médicos le dijeron... le confirmaron que estaba muerto, Mary le pidió a Sam que llamara a Colin y Tessa Wall. Esperamos a que llegaran y entonces nos marchamos.

-Bien, Mary tuvo mucha suerte de que estuvierais allí -replicó Shirley-. Papá quiere decirte algo más, Miles. Te lo paso. Ya hablaremos más tarde.

«Ya hablaremos más tarde», repitió Samantha dirigiéndose al hervidor y moviendo burlonamente la cabeza. En su distorsionado reflejo se apreciaba que tenía la cara hinchada por haber dormido poco y los ojos castaños enrojecidos. Con las prisas por oír el relato de su marido, se había aplicado el bronceador artificial con descuido y se le había metido un poco entre las pestañas.

-¿Por qué no os pasáis un momento esta tarde? -preguntó Howard con su voz tonante-. No, espera. Dice mamá que jugamos al bridge con los Bulgen. Venid mañana a cenar. Sobre las siete.

-Déjame ver -repuso Miles, y miró a Samantha-. No sé si Sam tiene algo mañana.

Su mujer no le indicó si quería ir o no. Miles colgó y una extraña sensación de anticlímax se extendió por la cocina. -No se lo podían creer -dijo, como si Samantha no lo hubiera oído todo.

Tomaron las tostadas y otra taza de café en silencio. La irritabilidad de Samantha fue disipándose a medida que masticaba. Recordó que de madrugada se había despertado sobresaltada en el dormitorio a oscuras, y que había sentido una gratitud y un alivio absurdos al notar a Miles a su lado, grandote y barrigón, oliendo a vetiver y a sudor. Luego imaginó que estaba en la tienda contándoles a las clientas que un hombre había caído fulminado delante de ella y que lo había acompañado al hospital. Pensó en diferentes formas de describir diversos detalles del trayecto, y en la escena culminante con la doctora. La juventud de aquella mujer tan dueña de sí había hecho que todo resultara aún peor. La persona encargada de dar una noticia así debería ser alguien de más edad.

Entonces se animó un poco al recordar que esa mañana tenía una cita con el representante de Champêtre; por teléfono había estado muy zalamero.

-Más vale que espabile -dijo Miles, y se terminó la taza de café mirando cómo el cielo clareaba al otro lado de la ventana. Lanzó un hondo suspiro y le dio unas palmaditas en el hombro a su mujer al pasar para meter el plato y la taza en el lavavajillas-. Madre mía, esto les da otra dimensión a las cosas, ¿no te parece?

Y salió de la cocina negando con la cabeza de pelo entrecano cortado al rape.

A veces Samantha lo encontraba ridículo y, cada día más, aburrido. Con todo, en ocasiones le gustaba su pomposidad, de la misma manera que le gustaba usar sombrero cuando lo exigían las circunstancias. Al fin y al cabo, esa mañana lo apropiado era ponerse solemne y un poco trascendental. Se terminó la tostada y recogió las cosas del desayuno mientras pulía mentalmente la historia que pensaba contarle a su ayudante.




J. K. Rowling, la autora del fenómeno editorial 'Harry Potter', ha aparcado la literatura infantil, de momento, para centrarse en el público adulto. 'Una vacante imprevista' (Salamandra) se convirtió en un bestseller desde el momento en que se puso a la venta en Reino Unido el pasado septiembre.

Contrariamente a su situación cuando concibió 'Harry Potter', Rowling ahora escribe porque "tiene una historia que contar", no por una necesidad económica. No en vano es más rica que la mismísima reina de Inglaterra. La crítica no se ha cebado con el libro, que no es una obra maestra, pero sí una historia sólida y bien escrita. El público, incondicional de Rowling, se ha lanzado a las librerías de todas maneras. La industria televisiva tampoco ha esperado y ya ha firmado con la autora para filmar una adaptación.

'Una vacante imprevista' se desarrolla en Pagford, un pueblecito imaginario del sudoeste de Inglaterra, donde la súbita muerte de un concejal desata una feroz pugna para hacerse con el puesto del fallecido, factor clave para resolver un antiguo litigio territorial. Uno de los personajes está inspirado en el padre de la propia autora, con quien mantuvo una complicada relación hasta hace poco tiempo.

Ken Follet : Fragmento "El invierno del mundo" (The Century II)

1937

Volodia Peshkov agachó la cabeza ante la copiosa nevada mientras cruzaba el puente sobre el río Moscova. Llevaba un grueso sobretodo, un sombrero de piel y un par de botas de cuero fuerte. Pocos moscovitas vestían tan bien. Volodia era afortunado.

Siempre había tenido botas de buena calidad. Su padre, Grigori, era comandante del ejército. Era un hombre con poca ambición: aunque había sido un héroe de la revolución bolchevique y había conocido a Stalin, su carrera se había estancado en algún punto durante los años veinte. Con todo, su familia siempre había vivido con holgura.

Por contra, Volodia sí tenía ambiciones. Después de terminar la universidad había ingresado en la prestigiosa Academia de los Servicios Secretos del Ejército. Un año más tarde lo habían destinado al cuartel general de los servicios secretos del Ejército Rojo.

Su mayor filón había sido conocer a Werner Franck en Berlín, donde su padre trabajaba como agregado militar en la embajada soviética. Werner estudiaba en la misma escuela que él, aunque en una clase de grado inferior. Al enterarse de que el joven Werner odiaba el fascismo, Volodia le sugirió que la mejor forma de luchar contra los nazis era trabajar de espía para los rusos.

En aquel entonces Werner solo tenía catorce años, pero ahora había cumplido los dieciocho, trabajaba en el Ministerio del Aire, odiaba a los nazis aún más y poseía un poderoso transmisor de radio y un libro de códigos. Era ingenioso y valiente, asumía grandes riesgos y recogía información de valor inestimable. Y Volodia era su contacto. Volodia no veía a Werner desde hacía cuatro años, pero lo recordaba perfectamente. Era alto, tenía el pelo de un llamativo color bermejo y, por su apariencia y comportamiento, siempre daba la impresión de ser mayor de lo que en realidad era; incluso a los catorce años tenía un éxito envidiable con las mujeres.

Hacía poco que Werner lo había puesto sobre aviso con respecto a Markus, un diplomático de la embajada alemana en Moscú que era comunista en secreto. Volodia se había puesto en contacto con Markus y lo había reclutado como espía. Markus llevaba unos cuantos meses proporcionándole continuos informes que Volodia traducía al ruso y trasladaba a su jefe. El último era un relato fascinante de cómo los líderes empresariales estadounidenses filonazis abastecían a los insurgentes derechistas españoles de camiones, neumáticos y combustible.

El presidente de Texaco y admirador de Hitler, Torkild Rieber, utilizaba los petroleros de la compañía para pasar combustible de contrabando a las tropas de Franco vulnerando la disposición expresa del presidente Roosevelt.

Volodia iba camino de encontrarse con Markus. Avanzó por la avenida Kutúzovski y torció hacia la estación de Kiev. Ese día su cita debía tener lugar en un bar cercano a la estación frecuentado por obreros. Nunca se encontraban dos veces en un mismo sitio sino que al final de cada reunión concertaban la siguiente:

Volodia era muy meticuloso en relación con la forma de efectuar los intercambios. Siempre utilizaban bares o cafés baratos donde los colegas diplomáticos de Markus no pondrían los pies ni por asomo. Si por algún motivo Markus acababa despertando sospechas y lo seguía un agente de contraespionaje alemán, Volodia lo sabría porque el hombre destacaría entre los demás clientes.

El bar en cuestión se llamaba Ucrania. Su estructura era de madera, como la de la mayoría de los edificios de Moscú. Las ventanas se veían empañadas, o sea que por lo menos el interior debía de estar caldeado. No obstante, Volodia no entró enseguida, tenía que tomar más precauciones. Cruzó la calle y se coló en el portal de un edificio de viviendas.

Aguardó de pie en el frío vestíbulo mientras observaba el bar a través de un ventanuco. Se preguntaba si Markus aparecería. Hasta el momento, lo había hecho siempre; sin embargo, no podía estar seguro. Y si acudía a la cita, ¿qué información le llevaría? España era el tema más candente de la política internacional, pero los servicios secretos del Ejército Rojo también estaban sumamente interesados en los armamentos alemanes.

¿Cuántos tanques fabricaban al mes? ¿Cuántas ametralladoras Mauser MG34 al día? ¿Cuál era la fiabilidad del bombardero Heinkel He 111? Volodia anhelaba poseer esa información para comunicársela a su jefe, el comandante Lemítov.

Transcurrió una hora, y Markus no apareció. Volodia empezaba a preocuparse. ¿Habrían descubierto a Markus?

Trabajaba como ayudante del embajador y, por tanto, veía todo lo que pasaba por su escritorio; pero Volodia le había instado a que se procurara acceso a otros documentos, en especial a la correspondencia de los agregados militares. ¿Habría cometido un error pidiéndoselo? ¿Habría reparado alguien en Markus mientras trataba de meter las narices en telegramas que no eran de su incumbencia?

Entonces apareció caminando por la calle, una figura imponente con gafas y un abrigo loden de estilo austríaco cuyo paño verde estaba salpicado de blancos copos de nieve. Entró en el bar Ucrania. Volodia aguardó, observándolo. Otro hombre entró detrás de Markus, y Volodia frunció el entrecejo con preocupación; sin embargo, estaba claro que era un obrero ruso, no un agente de contraespionaje alemán. Se trataba de un hombre bajito con cara de rata que llevaba un abrigo raído y las botas envueltas con andrajos, y se enjugaba la húmeda punta de la nariz afilada con la manga. Volodia cruzó la calle y entró en el bar.

Era un local cargado de humo, no precisamente limpio, y estaba impregnado del olor de hombres que no se bañaban a menudo. En las paredes había colgadas acuarelas desvaídas de paisajes ucranianos con marcos baratos. Era media tarde, y no había muchos clientes. La única mujer del local tenía aspecto de ser una prostituta avejentada que se estaba recuperando de una resaca.

Markus se encontraba al fondo del local, encorvado sobre una jarra de cerveza intacta. Estaba en la treintena pero parecía mayor, con su barba y su bigote rubios y cuidados. Había arrojado su abrigo de modo que quedaba abierto y revelaba el forro de piel. El ruso con cara de rata estaba sentado a dos mesas de distancia y liaba un cigarrillo. Cuando Volodia se acercó, Markus se puso en pie y le propinó un puñetazo en la boca.

-¡Enculavacas! -le gritó en alemán-. ¡Grandísimo hijo de perra!

Volodia estaba tan asombrado que, por un instante, no reaccionó. Le dolían los labios y notaba el sabor de la sangre. En un acto reflejo, levantó el brazo para devolverle el golpe, pero se contuvo.

Markus quiso pegarle otra vez, pero en esta ocasión Volodia estaba prevenido y esquivó la brutal andanada con facilidad.

-¿Por qué lo has hecho? -gritó Markus-. ¿Por qué?

Entonces, de forma igualmente repentina, se dejó caer en el asiento, hundió el rostro entre las manos y empezó a sollozar. Volodia habló con los labios ensangrentados.

-Cállate, estúpido -le espetó. Se dio media vuelta y se dirigió a los otros clientes, que miraban de hito en hito-. No pasa nada, está disgustado.

Todos apartaron la mirada, y un hombre se marchó. Los moscovitas nunca se metían en líos si podían evitarlo. Incluso separar a dos borrachos enzarzados en una pelea podía resultar peligroso, no fuera a ser que uno de ellos tuviera influencia en el partido. Y sabían que Volodia era de esos; lo deducían por su abrigo de primera calidad. Volodia se volvió hacia Markus y, con voz baja y tono airado, le dijo:

-¿A qué cuernos viene eso? -le preguntó en alemán ya que Markus hablaba mal el ruso.

-Has detenido a Irina -respondió el hombre entre lágrimas-. Puto malnacido; le has quemado los pezones con un cigarrillo.

Volodia crispó el rostro. Irina era la novia de Markus, y era rusa. Empezaba a comprender de qué iba todo aquello y tuvo un mal presentimiento. Se sentó enfrente de Markus.

-Yo no he detenido a Irina -dijo-. Y si le han hecho daño, lo siento. Cuéntame qué ha ocurrido.

-Fueron a buscarla de madrugada. Su madre me lo contó. No dijeron quiénes eran, pero no se trataba de simples agentes de policía; iban mejor vestidos. Su madre no sabe adónde se la han llevado. Le empezaron a hacer preguntas sobre mí y la acusaron de ser una espía. La torturaron y la violaron, y luego la sacaron de casa.

-Joder -exclamó Volodia-. Lo siento de veras.

-¿Que lo sientes? Tiene que haber sido cosa tuya. ¿De quién, si no?

-Los servicios secretos no han tenido nada que ver, te lo juro.

-Eso no cambia las cosas -repuso Markus-. No quiero saber nada más de ti, ni tampoco quiero saber nada más del comunismo.

-A veces se sufren bajas en la guerra contra el capitalismo. -Incluso a Volodia, mientras lo decía, le sonó a pura palabrería.

-Niñato estúpido -le espetó Markus con virulencia-. ¿No comprendes que el socialismo implica liberarse de toda esa mierda?

Volodia levantó la cabeza y vio entrar a un hombre fornido con un abrigo de cuero. Su instinto le decía que no había acudido simplemente a tomar un trago. Allí se estaba cociendo algo y Volodia no sabía el qué. Era novato en el juego, y en esos precisos momentos acusaba su falta de experiencia tanto como si careciera de un brazo o una pierna. Creía que podía estar en peligro pero no sabía qué hacer. El recién llegado se acercó a la mesa de Volodia y Markus.

Entonces el hombre con cara de rata se puso en pie. Tenía más o menos la misma edad que Volodia y, sorprendentemente, habló en un registro culto.

-Ustedes dos quedan detenidos. Volodia soltó unas palabrotas. Markus se puso en pie de un salto. -¡Soy agregado comercial en embajada alemana! -gritó en un ruso gramaticalmente incorrecto-. ¡No pueden detener! ¡Tengo inmunidad diplomática! Los otros clientes abandonaron el bar a toda prisa, propinándose empujones mientras se apretujaban para pasar por la puerta. Solo se quedaron dos personas: el camarero, que limpiaba la barra nervioso con un trapo mugriento, y la prostituta, que estaba fumándose un cigarrillo y contemplaba un vaso de vodka vacío. -A mí tampoco pueden detenerme -dijo Volodia con calma, y sacó la tarjeta de identificación de su bolsillo-. Soy el teniente Pesh kov, de los servicios secretos del ejército. ¿Y usted? ¿Quién cojones es? -Dvorkin, del NKVD. -Berezovski, del NKVD -dijo el hombre del abrigo de cuero. La policía secreta. Volodia refunfuñó: debería haberlo supuesto. Las competencias del NKVD se solapaban con las de los servicios secretos. Le habían advertido que las dos organizaciones se pasaban la vida pisándose el terreno, pero era la primera vez que le ocurría a él. Se dirigió a Dvorkin. -Supongo que sois vosotros los que habéis torturado a la novia de este hombre. Dvorkin se limpió la nariz con la manga; al parecer, la desagradable costumbre no formaba parte de su disfraz. -No tenía información. -O sea que le habéis quemado los pezones para nada.

-Ha tenido suerte. Si hubiera sido una espía, le habría ido peor.

-¿No se os ocurrió consultarlo primero con nosotros?

-¿Es que vosotros nos habéis consultado algo alguna vez?

-Yo me voy -dijo Markus.

Volodia se exasperó. Estaba a punto de perder a un buen contacto.

-No te vayas -le suplicó-. Arreglaremos lo de Irina de alguna forma. Le conseguiremos el mejor tratamiento hospitalario...

-Vete a la mierda -le espetó Markus-. No volverás a verme nunca más. -Y salió del bar.

Dvorkin, evidentemente, no sabía qué hacer. No quería dejar que Markus se marchara, pero estaba claro que no podía detenerlo sin dar la impresión de que cometía una estupidez. Al final le dijo a Volodia:

-No deberías permitir que te hablaran de ese modo, te hacen quedar como un blando. Deberían respetarte más.

-Cabrón -saltó Volodia-. ¿Acaso no ves lo que has hecho? Ese hombre era una fuente fidedigna de información secreta, pero jamás volverá a trabajar para nosotros, gracias a vuestro error garrafal.

Dvorkin se encogió de hombros.

-Tal como tú mismo has dicho, a veces se sufren bajas.

-Maldita la hora -repuso Volodia, y abandonó el local.

Sintió unas ligeras náuseas mientras cruzaba el río de regreso. Le repugnaba lo que el NKVD había hecho a una mujer inocente, y estaba abatido por haber perdido a su contacto. Tomó el tranvía: no tenía la categoría suficiente para disponer de coche propio. Iba cavilando mientras el vehículo avanzaba poco a poco entre la nieve rumbo a su puesto de trabajo. Tenía que informar al comandante Lemítov, pero vacilaba, preguntándose cómo iba a explicarle la historia. Necesitaba dejar claro que la culpa no era suya sin que pareciera que buscaba pretextos.
 



Tras el éxito de 'La Caída de los Gigantes', Ken Follet vuelve con el segundo tomo de la trilogía 'The Century', 'El invierno del mundo' (Plaza & Janés), en el que nos transporta a los momentos más delicados de la Segunda Guerra Mundial, enmarcada entre el auge del Partido Nacionalsocialista en Alemana, en 1933, y la Guerra Fría, hasta 1949.

NARRATIVA: María Dueñas. Fragmento de 'Misión olvido'

Capítulo 2

El cese abrupto de los martillazos me devolvió a la realidad. Miré la hora. Mediodía. Sólo entonces fui consciente del montón de horas que llevaba revolviendo papeles sin la más remota idea de qué demonios tendría que hacer con ellos. Me levanté del suelo con esfuerzo, noté las articulaciones entumecidas. Mientras me sacudía el polvo de las manos, me alcé de puntillas y miré por el estrecho ventanuco cercano al techo. Como único paisaje contemplé una obra momentáneamente parada y las botas recias de un puñado de trabajadores que trajinaban sus almuerzos entre pilas de tablones de madera. Noté un pinchazo en el estómago: una mezcla de flojedad, desconcierto y hambre.

Había llegado a California la noche anterior después de tres aviones y mil horas de vuelo. Tras recoger el equipaje y después de unos instantes de desorientación, localicé un pequeño cartel. Con mi nombre escrito en el trazo grueso de un rotulador azul, sostenido por una mujer robusta de mirada ausente y edad imprecisa. Treinta y cinco, treinta y siete años, cercana a los cuarenta quizá. Un vestido color vainilla y el pelo lacio cortado a la altura de la mandíbula configuraban su porte. Me acerqué hasta ella pero, ni siquiera cuando me tuvo delante, pareció percatarse de mi presencia.

-Soy Blanca Perea, creo que me está buscando.

Me equivoqué, no me buscaba. Ni a mí, ni a nadie. Simplemente se mantenía estática, abstraída entre la masa en movimiento, ajena al bullir agitado de la terminal.

-Blanca Perea- insistí. -La profesora Blanca Perea, de España.

Reaccionó por fin cerrando y abriendo los ojos con fuerza, como si acabara de regresar precipitadamente desde un viaje astral. Me tendió entonces la mano y la agitó con una sacudida abrupta; después, sin mediar palabra, echó a andar sin esperarme mientras yo me esforzaba para seguirla haciendo equilibrios entre dos maletas, un gran bolsón y mi ordenador portátil colgado del hombro.

En el aparcamiento nos esperaba un todoterreno blanco. Atravesado en diagonal, invadía sin pudor dos plazas contiguas. Jesus Loves You rezaba una pegatina en el cristal trasero. Con un potente acelerón impropio de la recatada estampa de la conductora, nos adentramos en la noche húmeda de la bahía de San Francisco. Destino: Santa Cecilia.

Conducía concentrada, pegada al volante. Apenas hablamos durante el trayecto, tan sólo respondió a mis preguntas con monosílabos y unas brevísimas porciones de información. Aun así, averigüé algunas cosas. Que se llamaba Fanny Stern, por ejemplo. Que trabajaba para la universidad y que su objetivo inmediato era depositarme en el apartamento que, junto con un sueldo sin excesos, formaba parte de la beca que finalmente me había sido concedida. Seguía conociendo tan sólo por encima las obligaciones de mi cometido: la precipitación de mi marcha me impidió dedicarme con detenimiento a averiguar más datos. No me preocupaba demasiado, ya habría tiempo para ello. Anticipaba en cualquier caso que mi trabajo no iba a ser ni estimulante ni enriquecedor pero, de momento, me bastaba con haber logrado gracias a él escapar de mi realidad con la prisa del alma que lleva el diablo.

A pesar de la falta de sueño acumulada, el despertador me sorprendió a las siete de la mañana moderadamente despejada y lúcida. Me levanté y salté a la ducha de inmediato, sin dar oportunidad a que la fresca consciencia tempranera echara la vista atrás para revisitar el camino oscuro de los días previos. Con la luz del sol corroboré lo que había intuido la noche anterior: aquel apartamento destinado a profesores visitantes, sin tener nada de especial, resultaría un refugio adecuado. Una sala de estar pequeña con una cocina básica integrada al fondo. Un dormitorio, un cuarto de baño escueto. Paredes vacías, muebles escasos y neutros. Un cobijo anónimo pero decente. Habitable. Aceptable.

Callejeé en busca de un sitio donde desayunar mientras absorbía al ritmo de mis pasos lo que Santa Cecilia me desplegaba ante los ojos. En el apartamento había encontrado una carpeta a mi nombre con la información necesaria para empezar a ubicarme: un plano, un folleto informativo, un cuaderno en blanco con el escudo de la universidad. Nada más, para qué.

Ni rastro hallé del escenario californiano al que las series televisivas y el imaginario colectivo nos tienen acostumbrados. Ni costa, ni palmeras cimbreantes ni mansiones con diez cuartos de baño. La California hiperpróspera, paraíso de la tecnología, el inconformismo y el espectáculo, habría de buscarla por otro lado.

Me senté por fin con apetito de lobo en una terraza madrugadora y, a la vez que devoraba un muffin de arándanos y bebía un café con mucha agua y escasa sustancia, contemplé detenidamente el escenario. Una gran plaza cuajada de árboles y rodeada de construcciones remodeladas con apariencia de adobe que transmitían el aroma de un pasado a mitad de camino entre lo americano y lo mexicano con un leve poso de algo remotamente español. Una oficina del First National Bank, una tienda de souvenirs, la imprescindible Post Office y una farmacia CVS se alineaban con gracia entremezclando a los primeros clientes con maceteros llenos de flores en las puertas.

Llegar al Guevara Hall fue mi siguiente objetivo. En él encontraría el departamento de Lenguas Modernas: el nido que, para bien o para mal, habría de acogerme durante un número todavía impreciso de meses venideros. Si éstos resultarían ser un bálsamo eficaz o una simple tirita para mis magulladuras, aún estaba por ver. Pero no quise arrinconarme otra vez bajo sombras negras, más me valía mantener la atención alerta para no perderme en aquella especie de parque lleno de caminos entrecruzados en el que montones de estudiantes se desplazaban ya en busca de sus aulas a pie o en bicicleta.

El ruido de la fotocopiadora con la que estaba trabajando mitigó el sonido de mis pasos e impidió que Fanny, la primera presencia visible, se diera cuenta de mi llegada hasta que estuve a su lado. Sólo entonces alzó la vista y volvió a contemplarme un par de segundos con su rostro inexpresivo; seguidamente extendió el brazo derecho con precisión de autómata y señaló la puerta abierta de un despacho. -Alguien la espera- anunció. Y sin más se alejó con el mismo caminar desaborido con el que la noche anterior avanzó frente a mí por los pasillos del aeropuerto.

Con un fugaz vistazo comprobé el letrero que figuraba en la puerta. Rebecca Cullen, el nombre con el que concluían casi todos los mensajes de correo electrónico que había recibido en las jornadas anteriores a mi marcha, por fin tenía un lugar y una presencia. Los archivadores y los expedientes convivían en su despacho con cuadros cargados de color, fotografías familiares y un ramo de lirios blancos. Su saludo fue un apretón de manos afectuoso, transmitiéndome su calidez con el tacto de la piel y un par de ojos claros que iluminaban un rostro hermoso en el que las arrugas no eran un demérito. Un gran mechón de hebras plateadas le caía sobre la frente. Intuí que bordeaba los sesenta y presentí que se trataba de una de tantas secretarias imprescindibles que, con la cuarta parte del sueldo de sus superiores, suelen ser más competentes que ellos en inversa proporción.

-Bueno, Blanca, por fin... Ha sido toda una sorpresa saber que tendríamos una investigadora visitante este curso, estamos encantados...

Para mi alivio, hablamos sin problemas por mi parte. Mi inglés se había vertebrado a través de estancias juveniles en Gran Bretaña y se había robustecido a través de años de estudio y a lo largo de frecuentes contactos con universidades británicas. Mi experiencia con el mundo norteamericano había sido, sin embargo, tan sólo esporádica: unos cuantos congresos, una visita a Nueva York en familia para celebrar que mi hijo Pablo había aprobado selectividad, una breve estancia de investigación en Maryland. Me reconfortó por eso comprobar que podría bandearme en aquella costa oeste sin grandes trabas lingüísticas.

-Creo que ya te dije en uno de mis últimos mensajes que el doctor Zárate está en un congreso en Filadelfia. Seré yo por eso quien se encargue de momento de orientarte en tu trabajo.

En ausencia de Luis Zárate, el director del departamento, Rebecca Cullen me explicó a grandes rasgos lo que yo ya más o menos sabía sobre mi labor: una tarea subvencionada por una entidad privada de reciente creación, la Fundación de Acción Científica para Manuscritos Académicos Filológicos- FACMAF-, cuyo objetivo consistía en la clasificación del legado de un antiguo miembro del claustro fallecido décadas atrás.

-Se llamaba Andrés Fontana y, como creo que sabes, era español. Vivió en Santa Cecilia hasta su muerte en 1969 y fue alguien muy querido, pero ya sabes lo que suele pasar: al no tener familia en este país, nadie reclamó sus cosas y, a la espera de que alguien decidiera por fin qué hacer, aquí ha seguido todo a lo largo de los años, amontonado en un sótano.

-¿Nada se ha movido desde entonces?

-Nada, hasta que la FACMAF, esta nueva fundación, por fin ha dotado una beca para realizar ese trabajo. Si te soy sincera -añadió con tono cómplice- creo que resulta un poco vergonzoso que se hayan dejado pasar tres décadas, pero ya sabes cómo son las cosas: todo el mundo anda siempre ocupado, el profesorado va y viene, y de la gente que conoció y estimó en su día a Andrés Fontana, apenas queda nadie en la casa excepto algunos veteranos como yo.

Me esforcé por no dejarla entrever que, si a sus propios compañeros les interesaba poco aquel expatriado caído en el olvido, muchísimo menos me interesaba a mí.

-Y ahora si te parece -continuó volviendo a los asuntos prácticos- voy a enseñarte primero tu despacho y después el almacén donde se encuentra tu material. Tendrás que disculparnos, la noticia de tu llegada ha sido un tanto precipitada y no hemos tenido posibilidad de encontrarte una ubicación mejor.

Tampoco se me pasó por la cabeza aclararle a qué se debía mi prisa por instalarme allí cuanto antes o la razón de mi urgencia por agarrarme como a un clavo ardiendo a aquella modesta beca tan alejada de mis intereses. Como estrategia de disimulo, fingí buscar en el bolso un pañuelo de papel para sonarme la nariz a la espera de que Rebecca Cullen cambiara de tema: a que pasara a otro asunto y no indagara más en por qué una profesora española con su carrera profesional más que consolidada, con buen currículum, buen sueldo, familia y contactos, había decidido llenar precipitadamente un par de maletas y trasladarse en cuatro días a la otra esquina del mundo como quien huye de la peste.

Mi nuevo despacho resultó ser un espacio alejado y sobrante con pocos metros, cero comodidades y una única ventana -estrecha, lateral y no demasiado limpia- asomada al campus. Su raquítico equipamiento consistía en una mesa de trabajo con un viejo ordenador y un teléfono de peso contundente sostenido sobre dos recias guías de teléfono atrasadas. Residuos de otros tiempos y otras manos, excedentes decrépitos que ya nadie quería. Nos entenderíamos bien, pensé. Al fin y al cabo, en nuestra situación de bienes amortizados, andábamos en líneas paralelas.

-Es importante que sepas también dónde encontrar a Fanny Stern, ella se encargará de ayudarte en las necesidades de material que puedas tener- anunció entonces Rebecca mientras me cedía el paso hacia el recodo que cobijaba su oficina.

Al asomarme a ella me invadió un sentimiento confuso, a caballo entre la ternura y la risa. Ni un palmo de espacio estaba desperdiciado en las paredes: carteles, calendarios y parafernalia diversa desbordada de puestas de sol entre cotas nevadas y mensajes optimistas con el sabor dulzón de la mermelada: Tú puedes, no decaigas, El sol brillará después de la tormenta, Siempre hay una mano amiga cerca de ti... En mitad de la estancia Fanny, beatífica y ausente, despachaba a dos carrillos una tableta de chocolate blanco con la glotonería de un niño de cinco años. Sólo que ella multiplicaba más o menos por ocho aquella edad.

Antes de que lograra tragar para poder saludarnos, Rebecca se dirigió a ella y se situó a su espalda. Agarrándola por los hom- bros, le dio un cariñoso achuchón.

-Fanny, ya conoces a la doctora Perea, nuestra investigadora visitante y ya sabes dónde hemos ubicado su despacho, ¿verdad? Recuerda que tienes que ayudarla en todo lo que ella te pida, ¿de acuerdo?

-De acuerdo, señora Cullen- respondió con la boca llena. Para enfatizar su buena disposición, acompañó sus palabras con unos cuantos movimientos de cabeza llenos de brío.

-Fanny es muy dispuesta y trabajadora, y su madre fue durante décadas una persona muy importante en esta universidad también, ¿sabes, Blanca?- Rebecca hablaba con lentitud, como eligiendo cuidadosamente las palabras necesarias. -Darla Stern trabajó muchos años aquí, durante un tiempo fue la encargada del puesto que después ocupé yo. ¿Cómo está tu madre, Fanny?- preguntó dirigiéndose de nuevo a ella.

-Mamá está muy bien, señora Cullen, gracias- replicó asintiendo otra vez mientras tragaba.

-Salúdala de mi parte. Y ahora nos vamos, tengo que ense- ñar a la doctora Perea el almacén- concluyó.

La dejamos clavando de nuevo los dientes en el chocolate, rodeada de sus beatíficas estampas y quizá de algún diablo agazapado en el fondo de un cajón.

-Antes de jubilarse en la oficina del decano hace ya unos cuantos años, su madre se encargó de que Fanny se quedara en el departamento como herencia - me aclaró Rebecca sin aparente ironía. -No tiene asignados grandes cometidos porque sus capacidades, como habrás visto, son un poquito limitadas. Pero tiene las responsabilidades bien definidas y se maneja razonablemente bien: reparte el correo, se encarga de las fotocopias, organiza el material y hace pequeños recados. Es como una niña grande, una parte esencial de esta casa. Cuenta con ella cada vez que la necesites.

Un laberinto de pasillos y escaleras nos llevó hasta un remoto tramo del sótano. Rebecca, delante, se movía con la familiaridad de quien lleva décadas pisando las mismas baldosas. Yo, detrás, intentaba inútilmente retener en la memoria los giros y las esquinas, anticipando las muchas veces que habría de perderme antes de dominar aquellos vericuetos. Al ritmo de sus pasos, me fue desgranando algunos detalles sobre la universidad. Catorce mil y pico estudiantes, dijo, casi todos procedentes de fuera de la propia Santa Cecilia. Inicialmente fue un college que con los años había evolucionado hasta su actual estatus de una pequeña universidad con prestigio bien consolidado, la institución que más puestos de trabajo y mayor rendimiento económico generaba para la comunidad.

Hasta que llegamos a un pasillo estrecho flanqueado por puertas metálicas.

-Y éste, querida Blanca, es tu almacén- me anunció mientras giraba con esfuerzo una llave en la cerradura de una de ellas. Accionó después varios interruptores y los tubos fluorescentes del techo nos deslumbraron con parpadeos vacilantes.

Ante nosotras se configuró una estancia estrecha y alargada como un vagón de tren. A la vista quedaron paredes revestidas de cemento sin enlucir, llenas de estanterías industriales cargadas con todo un depósito de restos del desahucio y el olvido. A través de dos ventanas horizontales situadas a una altura considerable se colaba algo de luz natural y se filtraba el sonido de los martillazos de una obra cercana. A primera vista parecía un espacio rectangular; sin embargo, tras adentrarse unos pasos, Rebecca me hizo ver que la forma y tamaño aparentes eran un tanto engañosos. En el fondo, a la izquierda, el almacén se doblaba formando una ele que se desplegaba en otra estancia añadida.

-Et voilá- anunció activando un nuevo interruptor. -El legado del profesor Fontana.

Me invadió una sensación de desánimo tan densa que a punto estuve de rogarle que no me dejara allí. Que me llevara consi- go, que me acogiera en cualquier rincón de su despacho hospitalario y humano, donde su serena cercanía mitigara mi desazón.

Quizá consciente de mis mudos pensamientos, intentó infundirme un poco de optimismo.

-Imponente, ¿verdad? Pero seguro que te haces con ello en unos cuantos días, ya verás...

En mi ansia por huir de mis demonios domésticos, había imaginado que un cambio radical de trabajo y geografía sería como una tabla de salvación en la deriva de mis sentimientos. Pero al ver aquel desbarajuste de cajas y archivadores amontonados, de carpetas desparramadas por el suelo y materiales apilados unos encima de otros sin atisbo de concierto, intuí que me había equivocado. Jamás se me había pasado por la imaginación que poner orden a los polvorientos bártulos de un profesor muerto sería el flotador al que acabara por aferrarme en mitad de la tempestad.

Pero ya no había vuelta atrás. Demasiado tarde, demasiados puentes volados. Y allí estaba yo tras la marcha de Rebecca, encerrada en un sótano en un pueblo perdido de la costa más remota de un país ajeno, mientras a miles de kilómetros mis hijos se adentraban solos en los primeros tramos de sus vidas adultas y el que hasta entones había sido mi marido se disponía a revivir la apasionante aventura de la paternidad con una abogada rubia quince años más joven que yo.

Me apoyé contra la pared y me tapé la cara con las manos. Todo parecía ir a peor y las fuerzas para soportarlo se me estaban agotando. Nada se enderezaba, nada avanzaba. Ni siquiera la inmensidad de la distancia había logrado aportarme un resquicio de optimismo, todo mostraba una tendencia obstinada a volvérseme en contra. Aunque me había prometido a mí misma que iba a ser fuerte, que iba a aguantar con coraje y a no claudicar, en la boca comencé a notar el sabor salado y turbio de la saliva que antecede al llanto.

Con todo, logré contenerme. Logré serenarme y, con ello, frenar la amenaza de sucumbir. Inconscientemente, antes de saltar al vacío, algún mecanismo ajeno a mi voluntad me hizo dar un triple salto mortal en el tiempo y, en el momento en que el hundimiento parecía inevitable, la memoria me transportó en volandas a una etapa lejana del ayer.

Allí estaba yo, con la misma melena castaña, el mismo cuerpo escaso de kilos y dos docenas de años menos, enfrentada a la adversidad de unas circunstancias que, a pesar de su dureza, no me lograron abatir. Me rozaron y me hirieron, pero no me tumbaron. Una prometedora carrera universitaria truncada en su cuarto curso por un embarazo inesperado, unos padres intolerantes que no supieron encajar el golpe, una triste boda de emergencia. Un opositor inmaduro por marido. Un apartamento helador y subterráneo por hogar. Un bebé escuchimizado que lloraba sin consuelo y toda la incertidumbre del mundo ante mí. Tiempos de bocadillos de caballa, tabaco negro y agua del grifo. Clases particulares mal pagadas y traducciones sobre la mesa de la cocina aliñadas con más imaginación que rigor, días de poco sueño y muchas prisas, de carencias, inquietud y desubicación. Ni cuenta en el banco siquiera tenía: en mi haber sólo contaba con la fuerza inconsciente que me proporcionaba el tener veintiún años, un hijo recién nacido y la cercanía de quien creía que iba a ser para siempre el hombre de mi vida.

Y, de repente, todo se había vuelto del revés. Ahora estaba sola y ya no tenía que bregar para sacar adelante a aquel niño flaquito y llorón, ni a su hermano que vino al mundo apenas año y medio después. Ya no tenía que pelear para que ese matrimonio joven y precipitado funcionara, para ayudar a mi marido en sus aspiraciones profesionales, para conseguir terminar la carrera estudiando en la madrugada con apuntes prestados y una estufa a los pies. Para poder costear canguros, guarderías, papillas de cereales y un Renault 5 de tercera mano, para mudarnos a un piso alquilado con calefacción central y un par de balcones. Para demostrar al mundo que mi existencia no era un fracaso. Todo eso había quedado atrás y en aquel nuevo capítulo ya sólo quedaba yo.

Impulsada por la transfusión de lucidez de los recuerdos sobrevenidos, me retiré las manos del rostro y, mientras mis ojos se habituaban de nuevo a la luz fría y fea del neón, me subí las mangas de la camisa por encima de los codos.

-Torres más altas han caído- murmuré al aire.

No tenía ni idea de por dónde empezar a organizar el desastroso legado del profesor Andrés Fontana, pero me lancé a trabajar, arremangada y decidida, como si la vida entera se me fuera en aquella labor.

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Según la web oficial de María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), más de dos millones de lectores han conocido ya al taller de costura de Sira Quiroga, la protagonista de 'El tiempo entre costuras'. Los derechos de la exitosa novela debut de la escritora, publicada en 2009 por Temas de Hoy (grupo Planeta), han sido vendidos para su traducción a más de 25 lenguas y para la realización de una ambiciosa serie producida por Antena 3. Tres años después, publica su esperado segundo libro, Misión olvido. En esta ocasión la trama gira alrededor de una profesora que se marcha a una universidad californiana para olvidar un fracaso amoroso. Allí se encargará de estudiar el archivo inédito de un prestigioso hispanista.